A la hora de
abordar la temática de las canciones populares de cualquier época debo confesar
que me llaman particularmente la atención aquellos textos que se mueven en los
márgenes del espacio de corrección que define la moral hegemónica. Ya fuera
mediante la salpimentación irreverentemente erótica de los textos (como en
algunas referencias de la canción profana y la literatura medieval), la sátira
(con su función crítica y a veces instructiva), o la confrontación de valores
mediante la descripción de ambientes prohibidos (como ocurre en la «poesía
maldita» francesa), el caso es que la canción siempre fue un buen vehículo
mediante el que liberar inclinaciones que la sociedad, en base a su propia
supervivencia, necesitaba reprimir. En este sentido el chiste, la anécdota, la
canción alegórica, tienen siempre más largo recorrido que la crítica
intelectual directa y son capaces de sortear con mayor eficacia los sistemas de
censura de que todas las épocas se han dotado.
La consolidación de
la sociedad de consumo y el auge de la música popular son dos fenómenos que
medraron conjuntamente a lo largo del siglo XX, y en esta curiosa alianza es
notorio el progresivo tratamiento de temas que hasta dicha época se abordaban
con suma cautela, como son la sexualidad, el uso de las drogas, la violencia,
los abusos del poder...
El gansta rap ha
sido una de las últimas expresiones musicales que ha convulsionado con fuerza
la tradición de las temáticas usadas en la música profana, haciendo del mundo
del «hampa» el escenario en el que se presentan los nuevos héroes, las nuevas
referencias callejeras de una comunidad mayoritariamente negra que, 150 años
después del fin de la esclavitud, aún tiene que lidiar con muchas de sus
prolongadas sombras. Liberada de la cansina intención moralizante de la canción
protesta, y con el punk ya fagocitado por el mercado voraz, en los raperos de
mediados de los 80, como los Ice-T o el grupo N.W.A. hallamos descarnadas
descripciones de mundos que no por incómodos dejan de ser reales. Podría detenerme
en analizar expresiones análogas en el seno de otras comunidades, como los
narcocorridos mejicanos o incluso la rumba quinqui de la España de los 80, pero
centrémonos en los EEUU para descubrir un tipo de canción que abre sin tapujos
la caja de Pandora de las temáticas peligrosas hace ya 100 años: el blues.
La música del diablo
El blues es una
música afroamericana que comparte origen con otras expresiones coetáneas como
pudieran ser el góspel (religiosas) o las work songs (cantos de trabajo), pero
mantiene un elemento diferencial en que parte de y se dirige al individuo. No
sirve explícitamente a los intereses de una comunidad, sino que se centra en
las vicisitudes personales de un ser autónomo. Paradójicamente este
descubrimiento de la autonomía individual abre la posibilidad de descubrir un
sinfín de aspectos de la sociedad que permanecen velados en los cantos
colectivos. Y esto es común tanto en las primeras expresiones de blues rural en
los juke joints del sur estadounidense como en los blueses que se cantan en los
guetos de las grandes ciudades industriales del norte.

En efecto, es en
los juke joints, una especie de cantinas que proliferaron en el sudeste a
finales del XIX, que se convirtieron en el primer espacio privado en que los
negros podían libremente socializarse, dónde los músicos de blues encontraron
el lugar en el que contar sus asuntos, sus cuitas, sus problemas, hablar de sus
viajes o de sus amores, o de sus perniciosas adicciones... Así pues la historia
del blues está ligada en su origen a los estratos marginales de una sociedad
que, siguiendo las leyes segregacionistas entonces aún vigentes (Jim Crow), les
obligaba a aislarse. Pero como sabemos tampoco el sueño yankee y la esperanza
de libertad supuso un cambio sustancial para los negros que migraron al norte.
A la plantación le sucedió la fábrica, al barracón el gueto, y el blues corrió
como la pólvora de sur a norte.
Es en este nuevo
contexto urbano de las ciudades del norte, sobre todo tras la aprobación de la
Ley Seca (1920), donde más fácilmente podremos reconocer temáticas que nos
acercan al escenario de la mafia, del contrabando, de las armas. Y será
fundamentalmente durante la década de los 30 cuando, con la Gran Depresión
(1929) que socializó como ninguna crisis la miseria de las clases populares,
emerjan personajes que fluctúan en su dedicación entre la música y el
contrabando, y que entran y salen de la cárcel constantemente.
Peligroso bluesman
Gente como Kokomo
Arnold (quien no se dedicó profesionalmente a la música hasta que en 1933, con
la derogación de la Ley Seca, se le cortó el rollo como contrabandista), Son
House (predicador que cumplió dos años de condena por matar a un hombre en
defensa propia) o el hombretón Lead Belly (quien se escapó del penal dónde
cumplía condena en 1916, posteriormente detenido y condenado a 20 años por
asesinato pero indultado por buena conducta en 1925, y finalmente detenido otra
vez y de nuevo indultado por el gobernador O. K. Allen en 1933 tras escucharlo
cantar) son figuras que ilustran la materia prima con la que se va moldeando el
blues en la primera mitad del siglo XX.
A todo esto no
podemos decir que las blueswoman les fueran a la zaga. El escalofriante y
amenazante Dangerous Blues que la reclusa Mattie May Thomas interpreta acapella
para los Lomax a mediados de los 30 en la prisión de Parchman es una muestra de
ello. O la inmensa guitarrista Memphis Minnie, que desde Beale Street (Memphis)
nos sobrecoge narrándonos con toda naturalidad un suceso cuya protagonista es
una prostituta atacada en un callejón en Down In The Alley. La «escoria» de la
sociedad es retratada crudamente en numerosos blueses de los años 20 y 30, ya
hablen de adicciones a las drogas como Cocaine Habit Blues (Memphis Jug Band,
1929), Spoonful Blues (Charlie Patton, 1929), Jerry the Junker (1934, ClarenceWilliams), o reivindiquen «desviaciones» sexuales lésbicas como B.D. Women(1935, Lucille Bogan).
Pistolas y asesinatos
Por otro lado,
quisiera hacer mía una clasificación que he hallado en un interesante artículo
de una revista on-line, llamada Big Road Blues Show. El autor, Jeff Under,
inicia su exposición afirmando que no es de extrañar que en un contexto lleno
de violencia y de armas como en el que medró el blues (los juke points, los
guetos, las prisiones y los trabajos forzados), haya tantísimas alusiones a
pistolas y asesinatos. En dicho artículo he encontrado la siguiente
categorización de blueses de la época en base a distintas temáticas que
comparten referencias a la violencia:

El primer tema que
destaca es el de la violencia hacia las mujeres, del cual hay innumerables
ejemplos como en Pistol Slapper Blues de Blind Boy Fuller o el I'm Gonna Take My
Rap de Jazz Guillum quien, dicho sea de paso, fue abatido a tiros en los años
40. No obstante tampoco son nada extraños los ejemplos de lo contrario, esto
es, de narraciones de mujeres que asesinan o buscan asesinar a sus compañeros.
Victoria Spivey parece de las más fecundas en este aspecto con su sed de sangre
en Blood Thirsty Blues o Murder in the first degree. Electric Chair de lamítica Bessie Smith impacta por la naturalidad con la que cuenta cómo se
descojona de risa mientras mata a tiros a su hombre y pide al juez que no se
compadezca de ella y la siente de una vez en la silla eléctrica.
Otra constante en
la literatura del blues es la referencia a las pistolas, a hablar de lo buena
que es mi 44 o mi 32. (Dejo de momento en el aire la tarea de investigar si
acaso encontraremos loas a las Star eibarresas en el blues americano). Ya en
Robert Johnson nos topamos con el 30-20 Blues, en Roosevelt Sikes el 44 Blues,
el Give Me A 32-20 de Arthur Cudrup o el Shotgun Blues de Lightin Hopkins, etc.
Este es, sin duda uno de los temas más tratados en el blues. Solo tenéis que
poner la palabra pistol, gun, shoot, 45 en una lista de canciones y los blueses
emergerán de la pantalla como las setas en un húmedo día de otoño.
A veces las
referencias violentas se centran en la peligrosidad del barrio. Nada muy
distinto de aquello de lo que suelen alardear los gallos de los guetos
actuales. En Tin Pan Alley Jimmy Wilson describe uno de los lugares más duros
de la ciudad, o Death Alley y Crow Jane Alley son canciones en las que se nos
advierte del lugar que pisamos. Mejor ir armado...

No podía faltar la
violencia de las prisiones, la que encarnaban los capataces, los captain que
iban armados y hostigaban hasta la muerte en muchos casos a sus prisioneros. La
ya mencionada Mattie May Thomas parece insinuar al final del Dangerous Blues
algo así como que el padre de su hijo es el «capitán». ¿Denuncia veladamente
una violación? Dice (ella, una mujer negra) que su hijo tiene ojos azules, y
que el captain siempre andaba por ahí merodeando... Las referencias al infierno
de la prisión son muchas. Un recluso llamado Simpson canta para los Lomax TheMurders Home, en la que pide que recen por él, y otras son de intérpretes más
conocidos como Bukka White, quien compuso el Parchman Farm Blues, o el ya
mencionado Son House, con Missisipi Country Farm Blues y Fred McMullen que entona
el Dekalb Chain Gang.
Por último, y
siempre siguiendo la exposición de Big Road Blues Show, también habríamos de
enumerar las historias de sucesos, de personajes que nos son descritos en
historias reales de enfrentamientos y que acaban en el disparo final o en la
horca. Así sucede con Frankie and Albert, un precioso blues versionado durante
todo el siglo xx que cuenta una triste historia acontecida en 1899, en la cuál
la buena Frankie acaba siendo ejecutada tras disparar a Albert, su compañero
que apenas contaba con 17 años. O aquella, Duncan and Bradie, en la que se
rememora una reyerta en la que un policía muere a manos de un tabernero. Hay
muchos ejemplos más, y en numerosas ocasiones se habla también de fugitivos que
son idealizados y de los que se cuenta que roban dinero a los ricos para
dárselo a los pobres.
Todo esto es ya
parte de la tradición oral, de los mitos, las canciones, las leyendas en torno
a las cuáles se va vertebrando y construyendo una comunidad que fue de la
esclavitud a la explotación económica. Algo más tarde su música sería integrada
en la sociedad y demandada en grandes auditorios, eso sí, codificada al gusto
de la incipiente clase media, y despojada de una crudeza que no se correspondía
con el gusto que le era propio a un público blanco y pequeño burgués. Pero eso
es otra historia, la de las colegialas rubias con libros en el pecho gritando
en torno a los machos alfa del rock ‘n roll. Mientras tanto, como siempre ha
pasado, en los suburbios se irían cociendo nuevos guisos de sabor extraño.

Fuente: https://www.instagram.com/klask.hb/
Autor:Eneko Alberdi
Gracias a Igarki por acercarnos este material tan rico